miércoles, 20 de agosto de 2014

El peregrino del paraguas rojo


Lo vi por primera vez en el patio de un antiguo convento, ahora albergue de peregrinos. Estaba sentado en el suelo en postura de meditación y ni nos miró a quienes nos acercamos a ver el claustro. Al rato empezó a darse golpecitos en las piernas con un manojo de hierbas que olían a menta y limón. Pensé quedarme allí, por el aura de paz que desprendían tanto el lugar como ese peregrino ensimismado, pero eran las 11 de la mañana y llevaba sólo siete km ese día, demasiado pronto para parar, así que, pese al impulso, decidí seguir mi camino como tenía pensado...
Al día siguiente finalicé la etapa antes de lo previsto, por cansancio. Paré en una aldea con una antigua escuela reconvertida en albergue. Cuando llegué, allí estaba él, sentado en la puerta, con la mochila a su lado, mirando un horizonte de monte y bosque. No paró nadie más allí ese día. Pasamos la tarde haciendo yoga (yo siguiendo sus movimientos) y dando luego un pequeño paseo por los alrededores. Cuando oscureció comimos, compartiendo un bocadillo y tres plátanos. No hablamos apenas. Manejábamos distintos idiomas. Cuando nos acostamos lo hicimos en la misma cama estrechísima. Hicimos el amor y pasamos la noche abrazados. Era curioso: todas las literas libres y los dos juntos en la misma. 
Aún de noche, salí del nido de su cuerpo y preparé mi mochila; él me observaba callado. Nos despedimos en la puerta del albergue, en la oscuridad y el frío del monte. Mientras me abrazaba, me susurró unas palabras bellísimas cuyo significado no entendí. 
Tres días después paré a desayunar en un bar de la carretera. Llovía y yo estaba junto a la ventana. Entonces lo vi pasar, con su enorme mochila y cubierto por un paraguas rojo. No lo llamé. Dejé que se alejara mientras me tomaba otro café con leche. 
En Santiago lo busqué; paseaba por la ciudad esperando encontrármelo en cualquier sitio, esperando tropezar con el destello rojo de su extraño paraguas... 
Cuando iba en el autobús camino del aeropuerto lo vi sentado en la escalinata de una iglesia. Al pasar el bus por su lado levantó la vista y me vio tras el cristal de la ventanilla... Nunca olvidaré esa última mirada nuestra.

1 comentario:

  1. Es un relato precioso; y siempre llueve en estas historias, faltaría algo si no lo hiciese.

    Un abrazo.

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