viernes, 25 de julio de 2014

Crónica inexistente de Terradillos de los Templarios


Cuando el autobús me soltó en medio del páramo, de forma simultánea me golpearon el viento y el vacío. Alrededor de mí y de mi mochila (que el conductor echó al suelo, al tiempo que cerraba de golpe el portalón del maletero) unas calles desiertas, con casas oscuras de puertas cerradas. 
Eché a andar por una cuesta abajo, sin más criterio que no tener que subir, y llegué a un albergue: lleno total, imposible quedarse, ni siquiera en una colchoneta en el suelo. Me indicaron otro en las afueras, cerca de donde me dejó el autobús (subiendo la cuesta, naturalmente). Una chica italiana, único ser vivo en la calle, me dijo que en ese albergue tampoco había sitio porque el viento frío había hecho que se quedasen en el pueblo más peregrinos de lo habitual, tratando de evitar los embates de esa tarde inhóspita. Fuí a la iglesia, por si estuviera abierta o hubiera algún atrio donde pasar la noche, pero (igual que las casas) estaba cerrada a cal y canto. 
Eran las 18,10 h. y las rachas de viento soplaban cada vez más fuertes. Miré unas hojas impresas de la Guía del Camino -cortesía de Eroski- y vi que el próximo albergue estaba a unos cuatro km. hacia el oeste. Cargué la mochila y eché a andar pegada a las casas de paredes de adobe. Entre el marrón del barro asomaban hilos de paja dorada que brillaban con la luz del atardecer: era un efecto muy bonito, quizá la única nota de color alegre aquella tarde. 
No vi abrirse ni siquiera una ventana mientras salía por la misma calle por la que entré.
Me sentí como una de esas visitas inoportunas que llegan con pasteles a una casa ajena un domingo por la tarde. 
Volveré cualquier día por allí. Me gustaron esas paredes adustas bordadas con pajitas doradas.

Ahora, en esta tarde sedentaria y sometida al tiempo que marcan los relojes, echo en falta la sorpresa permanente, llegar a lugares extraños a cualquier hora, depender de mis piernas, de mi mochila, de la amabilidad de los desconocidos...


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