martes, 27 de mayo de 2014

Error de facturación

(Imagen de Matteo Arfanotti)

Me levanté con energía suficiente como para llamar a una de esas compañías que sólo atienden a través de un teléfono 902. Tenía un problema con facturaciones desmesuradas y finalmente, hoy, tras varias horas de sueño y tres tazones de café, me armé de valor y marqué ese temible 902 mientras respiraba profundamente, como me recomienda mi maestro de yoga.
Salió la voz grabada que indica que si quieres consultar sobre averías marques el 1, si es sobre suministro el 2, si sobre funcionamiento de algo el 3, si quieres quejarte el 4, etc... y así hasta que si es sobre facturación el 7… ¡Bien! Pulsé el número 7 como si me lo fueran a quitar del teclado, con una emoción que me hacía saltar los pulsos, como dice la copla que pasa en los enamoramientos. Mi excitación incipiente frenó en seco cuando otra voz, o la misma (una voz grabada, en todo caso) inició otra letanía de opciones, esta vez en relación con las facturas: jamás hubiera pensado que se pudieran dar tantas eventualidades por facturar el consumo de algo. Resignada, volví a inflar mis pulmones pensando que todo pasaría en unos segundos, y escuché: si no llegan las facturas pulse el 1, si llegan tarde el 2, si demasiado pronto el 3, si poco detalladas el 4, si muy caras el 5, si me sorprenden por baratas el 6, si no las entiendo el 7, si quiero otra cosa que espere, que se pondrá al habla un teleoperador en breves momentos para ayudarme. 
Suspiré de alivio mientras sostenía el auricular bien pegado a mi oreja.
Al rato surgió una voz normal en directo, la voz de un hombre:

—“Buenos días, le atiende Nicolás ¿en qué puedo ayudarla?”. 

Saludé a Nicolás y le expresé mi satisfacción por haber logrado llegar hasta ese nivel del intrincado aparato de su empresa, y acto seguido empecé a explicarle la situación que me había llevado hasta él. De pronto, Nicolás interrumpió mi exposición y, en un tono bajo de voz, un susurro, casi una caricia, me preguntó: 

—“¿Qué bragas llevas puestas?” 

Al pronto no reaccioné y seguí mi discurso sobre los hechos que me interesaban, pero perdí fuelle inmediatamente: su pregunta disparatada se abrió paso en mi conciencia y mis palabras sobre facturas quedaron sueltas, como globos perdidos. 

Él volvió a hablar, suave: —“dime ¿cómo son?” —… Un suspiro fue mi respuesta, quise pensar en el maestro de yoga pero se difuminó su imagen. 
—“¿De qué color? Míratelas por mí” 
Yo sabía el color, pero las miré; quise balbucear algo, pero no podía hablar.
—“Toca el tejido y descríbeme la sensación al tacto…”
—…
—“¿Te aprietan?... estira con cuidado por las ingles y dime qué sientes…”
Yo oía respirar a Nicolás, intuía su aspecto, sentía su boca pegada al micro, palpaba su excitación, lo imaginaba entregado a la erótica en un momento tan tonto del día, hablando de bragas entre decenas de operadores en una habitación grande e impersonal que sirve, básicamente (supongo), para entretener a los usuarios de sus servicios. 
Me emocionó Nicolás. 
—“Son negras, tienen unas rayitas de color naranja en los filos”. Entré en el juego; y me sentí muy bien. 
Seguimos la conexión unos veinte minutos (quizá mucho más, no sé). Luego colgué, prometiendo que lo volvería a llamar, que no pararía hasta dar con él de nuevo entre los miles de operadores que atienden en su empresa los pequeños accidentes de facturas o averías que, a esas alturas, me traían sin cuidado.

Miré la factura de marras, besé sus errores y la puse amorosamente junto al teléfono.

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